Breve biografía de la noche
Prosa poética
4.
Leí a Spencer en voz alta, a Wilde, a Milton, a Góngora.
¿Por qué a pesar de estas lecturas la gente sigue siendo la misma?
5.
Hoy por la tarde, eso es lo que me dice la fatiga de mis huesos, volvió
Bianco, como un presagio de un tiempo
por venir.
El joven impertinente me acusa ahora de ser un coleccionista de
patrias.
Yo le respondo que ante todo soy un hombre de letras,
un anarquista, no en el sentido estricto de la palabra.
Un libertario si lo prefiere, un amante a las causas perdidas, en último
caso.
Él joven impertinente permanece en silencio, considerando, creo yo, la
respuestas que le di, como rebuscadas.
Yo le digo que por hoy, la entrevista terminó,
que vuelva otro día, que tal vez tenga respuestas, un poco más
convincente.
6.
Ya estoy ciego, casi por completo.
Pero aún así, puedo presentir
que el día está nublado y pegajoso.
Puedo olerlo desabrido.
Creo que para describir cualquier otro momento como éste,
necesitaré de recogimiento y concentración mental.
El barullo diurno lo estropea todo.
7.
Es de noche y estoy invitado a cenar a lo de Adolfo.
A Adolfo Bioy Casares lo conocí en 1940, y desde entonces supe, que
solo nos iba a separar la muerte.
Seguramente hablaremos de lo contradictorio que resulta narrar en
primera persona.
Con Silvina Ocampo hablaremos de otra cosa, de la que no estoy muy
seguro.
Pero también será sobre literatura.
Presiento la noche como un rumor tardío.
Llego a la casa de Adolfo Bioy Casares, como es mi costumbre,
a la hora prevista.
Nueve en punto.
Comemos en silencio, evitando cualquier comentario que nos impida
saborear el menú, en el que Silvina se ha esmerado tanto.
En la sobremesa deviene la polémica.
Adolfo es realista.
Silvina es optimista.
Yo no soy ni lo uno ni lo otro, prefiero la invención, es lo único que
echa luz sobre mi futuro, que lo presiento cargado de terminología médica.
Silvina insiste en que las cosas van mejorando.
Yo particularmente pienso que no, que es solo el pasado que se renueva,
se maquilla, cambia de identidad, a lo sumo.
No más que eso.
El pasado también se renueva en otros seres, igual monstruosos, dice
ella. Yo lo tomo como un reproche, pero esquivo el bulto. No estoy de acuerdo
con que las cosas cambian, le digo, con el convencimiento que da el hastío. El
paso del tiempo no implica un cambio en sí mismo, agrego, sin poner el acento
en ninguna de las palabras.
Al parecer, ella no está dispuesta a entender razones.
Yo no estoy dispuesto a insistir.
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