Breve biografía de la noche
Prosa poética
3
Ayer vino a verme un joven escéptico que dijo llamarse José Bianco, y
yo lo recibí confiado en sus buenas intenciones: “Este país no cambia” dijo, luego
de presentarse y preguntarme como estaba. Yo le respondí que bien, que no me
podía quejar. Él me contó que muchas cosas estaban cambiando en el mundo entero
para mejor, pero que en el país todo seguía igual.
Yo le creí a medias.
Este joven debería saber que yo soy un escéptico, como él.
Y a los escépticos no hay manera de convencerlos, así como así.
A un escéptico se lo puede convencer, sólo si está dispuesto a dejarse
convencer.
Eso debería saber el joven Bianco.
Durante horas me estuvo hablando
de su interés por la literatura, por la poesía, y la filosofía.
Me habló casi al oído hasta que yo le aclaré
que me estaba quedando ciego, no sordo.
El joven rió largamente con una risa que estoy lejos
de interpretar como un gesto burlón.
¿Por qué no mejor hablamos de libros?, me sugirió el joven impetuoso. Estoy
interesado en la literatura, remarcó, mirándome a los ojos, supongo.
“De los libros que usted desterró para siempre de su obra”.
“Del libro”, aclaré, del libro, que se me adjudica. No insista, no
existe, le dije cansado de tener que aclararlo cada vez que me lo preguntan.
El tamaño de mi Esperanza, no existe,
es una invención más que le adjudican a este servidor.
Usted tiene que saber que yo he tenido tiempo
para arrepentirme en mi vida de cosas
que no debí escribir nunca.
Lo dije con una fuerza mayor a la de la convicción.
Bianco creyó estar ante uno de los hombres
más límpido que había conocido, pero no lo dijo.
Yo lo puedo intuir por el respeto con el que me trata,
impregnado de una paciencia que jamás he visto
en ningún otro hombre.
Inesperadamente Bianco terminó reprochando mi actitud frente a la última
Dictadura Militar en la
Argentina.
Una sonrisa tímida, fue mi primera respuesta.
A Bianco le debe haber parecido una mueca de resignación.
Luego le susurré una explicación poco convincente
que pareció no satisfacerle del todo.
Por qué mejor no continuamos hablando de literatura, le dije,
de cosas importantes.
Aceptó.
Me dio una nómina de autores que reconocía como
“los imprescindibles”. Yo estuve de acuerdo con algunos nombres, con el
argumento de que hay libros que tienen la imperfección de ser libros no menos
concluyentes que otros; tautológicos, ¿me entiende?
Antes de irse, me dijo: “el alivio que sentiré cuando vuelva a verlo
vivito y coleando”.
Le resultaba extraño que con mi
padecimiento
no me hubiera atropellado un automóvil.
Esa conclusión fue la que sacó después de que yo le comentara que era un
habitué a las extensas caminatas,
la mayoría de las veces solo.
Antes de que se fuera, lo tomé del brazo:
Diré algo razonable, dije, mis halagos a la dictadura
fueron un exabrupto, parte del lenguaje descompuesto,
una fracción de segundos en los que me sentí
un usuario más. Algunos parágrafos, de esos que,
por lo general, se devora las palabras.
En el tiempo que me queda, trataré de resarcirme, desdecirme hasta que
en cada grieta de esta ciudad sepulte el eco de mi nombre,
hasta que ya nadie me recuerde.
Después de todo, ¿qué me ata a esta ciudad?
me lo e preguntado ciento de veces.
Mi obligación es dar una respuesta en voz alta,
sin ofender a la buena prosa que esta ciudad me ha dado.
Bianco se fue, lo sé porque pude imaginar cada uno de sus pasos hasta
que llegó al umbral de la puerta de calle.
Me quedé pensando si sus conclusiones no eran las de un joven
obsesionado con la vejez, y la muerte, antes que yo.
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